Escribo estas palabras cada día desde hace varias semanas, “Pequeño jazmín”.
Este periodo ocioso cede su tiempo al abandono de todo plan previo, y asido a él, mi diario dibujado se detiene en la floresta de lo cotidiano. Utilizo un viejo cuadernito de ensayos con tinta china. Y me detengo en el jazmín que perfuma el único espacio verde de la vivienda.
Un balcón que se quiere puede ser un pequeño jardín urbano, una impostura en una sociedad de asfalto que podría pensar que verde es política o la moda de llamar ecológico a lo que es natural.
Verde eran el patio de aquella casa que aprendí a cuidar siendo niña, las ventanas cargadas de geranios, y el interior de aspidistra, de cinta y de helecho que mi madre plantaba y regaba.
Contemplo ahora este pequeño jazmín que cuido para mi hijo mientras me sorprenden diminutos insectos que parecen abejas, y que llegan hasta lo alto para libar las flores de la hierbabuena.
Emocionada comparto aquello que vivió en su crianza y que nace como brote nuevo para rodearse de frondosidad. Aquellas cintas que recibí de su abuela y que permanecen eternas y el olor a jazmín de la memoria.









