A cielo abierto y el mar

Tiene este otoño la calidez de un verano perdurable, una fragilidad que invita a perpetuar la huella sutil de sus arenas, el fulgor de mañanas ociosas que la mirada prolonga, alargando sus días.

Me entrego a él alimentando el tenue trazo que emana de la contemplación, en un breve descanso del caminar en la orilla, sobre la arena, en un sábado o domingo cualquiera.

Porteo un pequeño cuaderno amarillo por el paso del tiempo, lápices de carboncillo y sanguina. Y la marea me conduce de un extremo a otro del territorio que pueden abarcar mis pies. Cada semana me dirijo a sur o norte según pueda o no dibujar desde la orilla o desde la zona de las dunas, en un mar confiado, sin apenas visitantes.

Aunque la duna o las rocas con marea alta y baja proporcionan soledad, cuesta acostumbrarse, sin embargo, a que el sonido en el litoral no sea sino el del batir de las olas. Acaso aquel viejo chiringuito de caña donde sonaba Camarón sin hacer ruido. Hoy, su madera nueva rezuma Regetón mientras lavo mis pies para volver a casa.
Un extraño ronroneo de Melkart apostado en la roca del acantilado, invitando a chiringuito de lujo, redunda en mi cabeza.

Recuerdo cuando el acantilado era roca libre.

Apuntes con sanguina y lápices de carboncillo. Playa de La Barrosa. Chiclana de la Frontera.

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